Comentario
A raíz de los sucesos de 1391 el pesimismo cundió en las comunidades judías de la Corona de Castilla. Por su parte, los cristianos, envalentonados, aumentaron la presión sobre los hebreos. Unos ordenamientos aprobados en el año 1405 prohibían a éstos la práctica de la usura. Las Leyes de Ayllón, del año 1412, iban aún más lejos: el encerramiento de los judíos significaba su aislamiento en barrios apartados, a manera de guetos; debían llevar una señal distintiva; se les prohibía el acceso a numerosos oficios, como el de arrendadores y médicos; perdían su autonomía judicial. Si a esos factores añadimos el efecto de las predicaciones de san Vicente Ferrer, que propugnaba convencer a los judíos para que abjurasen de sus creencias, llegaremos a la conclusión de que hacia 1420 parecía próximo el fin del hebraísmo en Castilla.
Los judíos castellanos, no obstante, resistieron. Más aún, desde 1420 se observa una parcial recuperación, a lo que contribuyó en buena medida la desaparición de la escena del pontífice Benedicto XIII, rabiosamente antisemita. En 1432 se aprobaban en Valladolid, bajo los auspicios del rabino mayor de Castilla, Abraham Bienveniste, unos takkanoth u ordenanzas de suma importancia para la comunidad judía, pues fueron la base para la reconstrucción interna de las maltrechas aljamas de la Corona de Castilla. Ese clima favoreció un resurgimiento de los estudios rabínicos y asimismo los monarcas volvieron a confiar en los hebreos para la dirección de sus finanzas, como sucedió con el ya citado Abraham Bienveniste, en tiempos de Juan II, o con Yusef ibn Sem Tob, durante el reinado de Enrique IV.
Mas, pese a todas las apariencias, el judaísmo estaba herido de gravedad. La comunidad hebrea había experimentado un brutal descenso en términos cuantitativos, y muchas juderías habían desaparecido o quedado reducidas a la mínima expresión. El peso de los judíos en el arrendamiento de las rentas reales, tan destacado en el siglo anterior, disminuyó a sólo un 15 por ciento en el período 1439-1469, según ha demostrado M. A. Ladero. Si las masas populares cristianas no lanzaron en la decimoquinta centuria sus dardos contra los judíos sino de forma esporádica (recordemos los ataques a las juderías de Medina del Campo, en 1461, y de Sepúlveda, en 1468) es porque tenían un nuevo blanco, los conversos.